El día parecía igual que
cualquier otro, ya se sabe a qué me refiero. En las noticias se daba la noticia
de otro escándalo destapado, siempre terminado en azo, como ya es costumbre, por
ejemplo el chinazo, el gasolinazo, el tarjetazo, y esta vez al parecer le
tocaba a los frijoles por lo que el título era el frijolazo. Escuchaba como por
inercia las noticias y, la verdad, me entraban por un oído y me salían por
otro. Era el mismo discurso de siempre: que la corrupción, que a dónde íbamos a
llegar, que qué barbaridad y al final todo el asunto se olvidaría en dos o tres
semanas cuando otro escándalo se destapara o jugara la selección nacional de
fútbol. Por eso mi mente trataba de escaparse de esas ondas sonoras que mi
cerebro convertiría en infaustas noticias.
Era una mañana de esas en que
Tegucigalpa desafía la zona tropical en la que se encuentra y muestra un
ambiente opaco y lúgubre. Este ambiente es mi predilecto. Siento hasta cierta
alegría en esta soledad vacía que inunda mis días, estaba próximo a llegar a
donde me tocaba bajarme, pero como siempre se armó el congestionamiento, nada
raro, pero por desgracia un par de vagos se subieron al autobús, gritando esto
es un asalto, el que se mueva o intente hacer algo lo matamos y acto seguido
comenzaron a despojar a todas las personas de sus celulares y billeteras. Se
acercan a mí y les doy mi celular y les digo que no tengo dinero (es mentira;
sí tengo algo, pero la técnica funciona a veces). Me apuntan en la cabeza. Es
curioso cómo se detiene el tiempo en estas situaciones, todo parece moverse en
cámara lenta. Pienso que este es el fin. Veo en los ojos de ese tipo que es un
animal, alguien con las manos manchadas de sangre. Está colérico. Escucho
claramente los latidos de mi corazón que retumban en mis oídos como tambores de
música tribal, he quedado mudo, me creo despedir de este mundo, cierro los
ojos, escucho un disparo… Se arma un alboroto. La gente comienza a gritar, se
escuchan más disparos, huele a pólvora. Abro los ojos; tengo sangre en la cara
pero no es mía. Un cuerpo está desplomado cerca: es el asaltante; una bala le
ha destrozado la cabeza. La gente está agachada sin atreverse a mirar. Hay otro
maleante tirado en las gradas. Un señor obeso de ropa negra y sombrero blanco
se salta entre los asientos y las personas, apresuradamente. Lleva un arma en
su mano. No alcanzo a decirle gracias, es mi héroe anónimo. No veo bien su
rostro y tratando de conservar la calma se pierde entre los otros buses y autos
aglomerados. Solo instantes antes de que los curiosos comiencen a llegar al
lugar, me levanto, estoy muy cerca del trabajo. Antes de bajarme hecho un
vistazo a los maleantes. El que me apuntaba a la cabeza tiene un certero
disparo en la sien, parte de la piel ha desaparecido y lo que llamamos carne
viva se muestra a la vista. La expresión de su rostro es de dolor. Su compañero
que estorba la salida (ni muertos dejan de molestar) tiene una mueca más
macabra, claro, recibió más disparos, quedó con los ojos abiertos. Me pregunto
si desde el infierno se puede ver la tierra.
Salgo del autobús metiendo las
manos en mis bolsillos. He recuperado mi celular. Voy a llegar tarde a mi
trabajo, me va a regañar mi jefe, por esta vez no me importa, total, la vida es
corta para amargarse por detallitos. Paso entre la multitud que me mira
asombrada. Alguno me pregunta si yo he visto algo o qué ha pasado, que si estoy
bien. No les contesto, sigo mi camino, no hay tiempo que perder, hay que vivir.
Es solo un día más en
Tegucigalpa.
Fernando Betanco
Este relato y otros los puedes leer también Periódico Irreverentes en España
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