La
verdad no me imagino cómo es que no se dieron cuenta antes, al fin y al cabo yo
nunca demostré ser como ellos. Nunca forme parte de su grupito de hipócritas,
que se les baja la autoestima si no estrenan ropa nueva todos los fines de
semana, o el celular más moderno, o si no
han subido una foto a Facebook. Siempre
me tildaron de extraño o hasta de malcriado por no participar en sus reuniones.
Pero a pesar de todo, era considerado uno más en la colmena. Un trabajador
eficiente, siempre dispuesto a hacer horas extras y a cubrir al jefe inmediato cuando
hacía cochinadas con su secretaria dentro de su oficina. Claro aun así yo era
un excéntrico, un loco como me decían, nunca seguí las normas sociales
establecidas. Ellos ya lo deberían haber sabido quién era yo. Por eso me
extraña que se sorprendan de lo que he hecho. Aunque me costó mucho ganarme la
confianza del tipejo que se decía ser mi superior. Era un banquero despreciable
al que le encantaba humillar a sus empleados, acosar a las mujeres pero sobre
todo no tenía escrúpulos para manipular, chantajear, incluso extorsionar a los
políticos para que aprobaran leyes que le beneficiaban a él y a su grupo. Por
eso cuando tuve la oportunidad de entrar en su oficina, y de apuntar el arma
que llevaba escondida en mi ropa no dude en apretar el gatillo mientras le
gritaba si no se acordaba de todas las familias que había estafado, entre ellas
a la mía. Cuando termine, el cuerpo de ese cabrón estaba casi deshecho aunque
aun estaba vivo. Le temblaban las manos, su piel estaba aun más pálida que de
costumbre y de su boca gorgoteaba la sangre caliente. El humo que salía de su
cuerpo lo hacía ver como un demonio. Entonces me senté tranquilamente a esperar
a la policía, mientras mis compañeros de trabajo se comenzaban a reunir en
torno a la macabra escena, para ver por última vez el rostro de su querido
jefe. Hasta entonces entendieron que yo no era uno de ellos, que yo era de los
que pensaban, que yo era un perdido.
Fernando Betanco