lunes, 25 de noviembre de 2013

La venganza de un perdido



La verdad no me imagino cómo es que no se dieron cuenta antes, al fin y al cabo yo nunca demostré ser como ellos. Nunca forme parte de su grupito de hipócritas, que se les baja la autoestima si no estrenan ropa nueva todos los fines de semana,  o el celular más moderno, o si no han subido una foto a Facebook.  Siempre me tildaron de extraño o hasta de malcriado por no participar en sus reuniones. Pero a pesar de todo, era considerado uno más en la colmena. Un trabajador eficiente, siempre dispuesto a hacer horas extras y a cubrir al jefe inmediato cuando hacía cochinadas con su secretaria dentro de su oficina. Claro aun así yo era un excéntrico, un loco como me decían, nunca seguí las normas sociales establecidas. Ellos ya lo deberían haber sabido quién era yo. Por eso me extraña que se sorprendan de lo que he hecho. Aunque me costó mucho ganarme la confianza del tipejo que se decía ser mi superior. Era un banquero despreciable al que le encantaba humillar a sus empleados, acosar a las mujeres pero sobre todo no tenía escrúpulos para manipular, chantajear, incluso extorsionar a los políticos para que aprobaran leyes que le beneficiaban a él y a su grupo. Por eso cuando tuve la oportunidad de entrar en su oficina, y de apuntar el arma que llevaba escondida en mi ropa no dude en apretar el gatillo mientras le gritaba si no se acordaba de todas las familias que había estafado, entre ellas a la mía. Cuando termine, el cuerpo de ese cabrón estaba casi deshecho aunque aun estaba vivo. Le temblaban las manos, su piel estaba aun más pálida que de costumbre y de su boca gorgoteaba la sangre caliente. El humo que salía de su cuerpo lo hacía ver como un demonio. Entonces me senté tranquilamente a esperar a la policía, mientras mis compañeros de trabajo se comenzaban a reunir en torno a la macabra escena, para ver por última vez el rostro de su querido jefe. Hasta entonces entendieron que yo no era uno de ellos, que yo era de los que pensaban, que yo era un perdido.


Fernando Betanco
 

miércoles, 20 de noviembre de 2013

El final feliz



La pelea estaba por concluir, el joven caballero tenía la victoria asegurada, el vampiro cedía ante el impulso y determinación del amado que rescataba a su amada. Le voló la cabeza de un tajo, golpeando la espada en el muro de piedra. La espada se hizo añicos y las esquirlas se esparcieron brillando ante la luz del amanecer. Enterró su navaja de plata en el corazón de aquel demonio, tuvo que protegerse pues las llamas se apoderaron del vampiro y rápidamente se convirtió en cenizas. La felicidad inundo su corazón, ya todo había terminado, por fin podía reunirse con el amor de su vida. Se acerco a ella, pletórico de amor, la desato, sintió su piel fría, y la noto pálida como la nieve. Temió que hubiera sido convertida en uno de esos seres malignos. No despertaba, fue cuando la verdad le golpeo la cara como un torrente de agua helada. Descubrió su hermoso pecho y allí pudo comprobar sus sospechas. Una parte de la hoja de su espada se había clavado en su corazón.
Entonces el joven caballero, lleno de lágrimas, se clavo el puñal de plata en su pecho. Sólo entonces se pudo reunir con su amada, esta vez para siempre.


Fernando Betanco

lunes, 21 de octubre de 2013

La maldición de la sangre


El vampiro lo perseguía desde hacía horas por las solitarias y oscuras calles de la ciudad, sus pasos chapoteaban en los charcos de agua putrefacta. Los edificios grises apenas dejaban entrever su arquitectura gótica bajo la tibia luz de la luna. El joven era preso de una angustia inconmensurable, nunca en su vida había tenido tan cerca la conciencia de su muerte inminente. Desde siempre los vampiros buscaban su sangre a la que consideraban exótica, un manjar de los reyes oscuros. Bordeo la acera por la que caminaba y se metió a un callejón  sucio y maloliente, se preparo su arma con base de balas de ajo, sus manos le temblaban, algo que en otro momento podría haber hecho en 20 segundos lo hizo en 2 minutos, el sudor de su frente le caía a chorros y le nublaba la vista. Desde niño su familia le habían enseñado a defenderse, a ser independiente. No hubo nada más acertado pues toda su familia fue cazada en una noche y él se quedo solo a los 12 años. Desde entonces vago por las calles, alimentándose de ratas y de basura, yendo de una ciudad a otra, huyendo. Ocasionalmente conseguía trabajo haciendo cualquier cosa pero no duraba mucho tiempo pues los patrones se daban cuenta muy pronto que su llegada atraía el infortunio. Maldecía su sangre, principal motivo de todas sus desgracias.


Las gotas de agua caían sin cesar  mojando sus manos y empañándole los lentes, esperaba, los dientes le tiritaban, los tímpanos le latían con fuerza, sostenía el arma y vigilaba a los lados que no lo fuera a sorprender su enemigo. No supo cuándo una presencia diabólica apareció a sus espaldas, entonces sintió con espanto y sin poder siquiera moverse que unos dientes se clavaban en su cuello. Se despertó alarmado, desconcertado ¿quién era él?, ¿dónde estaba? Miro a su alrededor y observo lo que parecía una sala de enfermos vacía. Probablemente estaba enfermo, probablemente todo eso de los vampiros era mentira, alucinaciones provocadas por su enfermedad. Todo era una pesadilla, se dijo respirando aliviado. En eso una enfermera hermosa, se acerco a él con una bandeja de alimentos y medicinas, la joven le guiño un ojo y le susurro unas palabras al oído, pero la voz de la joven era gutural, extraña, entonces fue cuando se dio cuenta del engaño y se horrorizo al despertar y ver que el vampiro se deleitaba con las últimas gotas de su sangre, de su vida. Estaba en aquel horrible callejón, con la lluvia cayéndoles a chorros, el vampiro lo había anestesiado con la ponzoña de sus colmillos, por eso la pequeña tregua de su delirio. En el último instante de vida tuvo tiempo para maldecir nuevamente su sangre y su destino, ahora que sabía que su luz se apagaría por siempre.


Fernando Betanco

miércoles, 11 de septiembre de 2013

El zombi y el pajarito

El Zombi camina arrastrando los pies, moviendo esas piernas que parecen hechas de plomo, poco flexibles, lleva sus manos levantadas a medias como un sonámbulo. Sólo la ciudad destrozada por las llamas y la catástrofe lo observan, y un pajarito. Pero este animalito es diferente a los demás pues no tiene las pupilas enrojecidas por el deseo de sangre. Una pata lastimada la obliga a permanecer en el suelo, en un agónico danzar. El Zombi, ha olido sangre fresca, no esa coagulada que suele comer, llena de gusanos y llagas. Se agacha lentamente, el pajarito intenta escapar pero no puede, atemorizado agacha su cabeza hasta casi esconderla entre su plumaje, tiembla y gorgotea. El Zombi lo toma con sus manos tiesas como la madera, la lleva hasta su cara, lo observa. Su cerebro intoxicado apenas puede distinguir qué es, los ojitos negros parecen llorar de angustia, por un instante el Zombi parece recordar lo que es la ternura, la compasión, la humanidad y al instante, de un solo bocado, se engulle al pajarito.


Fernando Betanco

lunes, 9 de septiembre de 2013

Universo



Mucho tiempo después de conocer otros planetas, otros seres (tan extraños, tan increíbles, tan misteriosos), después de ser un rey y un esclavo, ser solo un microorganismo, conocer miles de millones de estrellas, después que esa hambre de conocimiento desapareció, regrese a mi planeta natal.
Lo hice para contemplar una y otra vez tu rostro, tu silueta, en ese último segundo en que nos vimos, en el pasado, en el presente, en el futuro. Seguiré así durante toda la eternidad, que será ese segundo último de tu existencia.

Fernando Betanco

 

martes, 13 de agosto de 2013

El Señor Pork

El Señor Pork caminaba bajo los últimos rayos del sol insultando a los demás peatones ¡vos dejá de tirar esa basura en la calle! ¡Y vos también! La gente se reía de él a sus espaldas pero no se atrevían a enfrentarlo. Son una bola de atrasados, ignorantes y cochinos decía gruñendo e increpando a la gente que se hacía a un lado para que él pasara. Algunos niños hacían el amague de tirarle una patada, y se reían escandalosamente mientras imitaban su andar. Por fin el Señor Pork llegó a su casa, abrió la puerta de la entrada con la cabeza y se metió a su chiquero, se recostó plácidamente en el lodo, feliz ya de no tener que soportar a los humanos.

miércoles, 22 de mayo de 2013

La muerte



Dicen que antes de morir las personas ven todos sus actos como si fuese una película, pero cuando Yaco Paz murió, no vio nada, pues ¿qué pueden haber vivido los recién nacidos?

Fernando Betanco