Tengo una pesadilla recurrente. En ella camino por una
oscura cueva, a lo lejos un punto brillante como una estrella me indica la
salida. Muchos podrían pensar que esa luz, al final del túnel, es la representación de la muerte, pero yo sé
que no es así. A pesar de mis esfuerzos no consigo llegar hasta el fulgor que
representaría mi escapatoria. Otras veces me desvío, perdiéndome entre las
sombras, y de alguna forma, soy consciente que todo esto no es real y quizá por
ello puedo vivir estos horrores sin volverme loco. Generalmente me paseo de un
lado para otro, perdido, sin una idea
clara de por qué lo hago, y por momentos, siento que me elevo o que sólo es mi
alma la que se pasea por este extraño lugar. En algunas ocasiones (las más
terribles) puedo ver lo que hay a mi alrededor y me resulta imposible dejar
escapar un grito de espanto, pues en las paredes de la cueva hay cientos de
rostros fosilizados, todos con muecas de dolor y angustia. Un número casi
infinito de cuerpos en estado deplorable yacen sobre el suelo mientras demonios
como ratas devoran los restos de sus carnes putrefactas. Tiemblo y mi corazón
sufre, presa de una constate agitación.
Los demonios por momentos me miran y se ríen de mí, por momentos toman
la actitud de un perro rabioso y no encuentro razón alguna del porqué no me
atacan. Descubro que mis ropas son harapos, algo me dice que mi aspecto es
siniestro, y que pago una condena por los errores que cometí en otra vida.
Ahora recién despierto, me froto la cara con la mano y
recuerdo, que esta cueva está más oscura que antes, y que nunca he salido de ella.
Fernando Betanco