domingo, 3 de marzo de 2013

La cueva


Tengo una pesadilla recurrente. En ella camino por una oscura cueva, a lo lejos un punto brillante como una estrella me indica la salida. Muchos podrían pensar que esa luz, al final del túnel,  es la representación de la muerte, pero yo sé que no es así. A pesar de mis esfuerzos no consigo llegar hasta el fulgor que representaría mi escapatoria. Otras veces me desvío, perdiéndome entre las sombras, y de alguna forma, soy consciente que todo esto no es real y quizá por ello puedo vivir estos horrores sin volverme loco. Generalmente me paseo de un lado para otro,  perdido, sin una idea clara de por qué lo hago, y por momentos, siento que me elevo o que sólo es mi alma la que se pasea por este extraño lugar. En algunas ocasiones (las más terribles) puedo ver lo que hay a mi alrededor y me resulta imposible dejar escapar un grito de espanto, pues en las paredes de la cueva hay cientos de rostros fosilizados, todos con muecas de dolor y angustia. Un número casi infinito de cuerpos en estado deplorable yacen sobre el suelo mientras demonios como ratas devoran los restos de sus carnes putrefactas. Tiemblo y mi corazón sufre, presa de una constate agitación.  Los demonios por momentos me miran y se ríen de mí, por momentos toman la actitud de un perro rabioso y no encuentro razón alguna del porqué no me atacan. Descubro que mis ropas son harapos, algo me dice que mi aspecto es siniestro, y que pago una condena por los errores que cometí en otra vida.
  
Ahora recién despierto, me froto la cara con la mano y recuerdo,  que esta cueva está más oscura que antes, y que nunca he salido de ella.

Fernando Betanco


Caminando en el valle de la muerte


Poco a poco, a medida, voy caminando
por este valle de la muerte
dejo tiradas en el suelo las espinas que
salen de mi propio cuerpo,
de mi espalda, de mi nuca.

Camino por el valle de la muerte
y de huesos rotos, calaveras que me
hablan y me suplican que no me vaya,
que las acompañe para siempre.

Las espinas en mi cuerpo me las vuelven a
clavar los demonios que no desean
que me despierte, de esta triste
pesadilla gris.

Y los zopilotes sentados
 en una rama, lamiéndose
 el pico, esperan que yo me derrumbe.

No estoy totalmente afligido ni estoy
totalmente sano.

Sigo dejando las espinas de mi espalda,
A cada paso.

Y la carga se hace menos pesada.
Los recuerdos no me duelen como ayer.
El sol está enfrente de mí
pero lo miro fijamente,
sonrío y avanzo.

Fernando Betanco


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El beso de una noche oscura


Había salido de su trabajo hacía unas dos horas, en el momento en que se dirigía a su apartamento eran las ocho y cuarto. La noche estaba fresca y no le molestaba caminar. Lo que le incomodaba era que una larga y oscura distancia le separaba del lugar donde tomaría el autobús.

Carlos Dextre avanzaba lentamente pero poniendo sumo cuidado en las personas que salían de los callejones y de los negocios recién cerrados, mirándolos con el rabillo del ojo. Casi todos ellos eran oficinistas, estudiantes  o vendedores ambulantes que también se dirigían a sus casas. “Magnífico  Dextre —dijo para sí—, bien te dijo el vigilante que lo mejor era que te fueras a casa temprano y que dejaras para otro día la búsqueda de tus libros de hechicería y satanismo. Los podías haber comprado en otro momento” –se paró por un segundo y se frotó la frente con la mano derecha, la izquierda la tenía ocupada con una bolsa de plástico con varios libros dentro—. Estaba desesperado por llegar a la estación de buses –“esta zona es peligrosa”–, aligeró el paso dejando atrás a algunas personas, su cara demostraba inquietud y algo de desesperación.

La ciudad era de esas construidas por los españoles en el tiempo de la conquista de América. La parte que se conservaba (aunque ahora muy reducida por diversos desastres naturales) tenía algo místico, las estatuas manchadas, las callecitas empedradas y muy angostas, la iglesia que databa de mucho tiempo atrás, barroca, con su reloj inservible por el paso del tiempo. Los rostros de ángeles callados y sumisos que la adornaban proveían una nota de tristeza, un aire de profunda melancolía. Enfrente de la catedral se encontraba el parque. Por ahí paso Dextre y lo miró tan triste, tan vacío a pesar de la presencia de algunos vagabundos dormitando en las bancas, cubriéndose con periódicos a manera de cobijas. El alumbrado público solo dejaba ver claramente pequeñas zonas, las demás cubiertas en la penumbra dejaban la sensación de que allí se guardaba algún secreto oscuro de la Llorona o de la Segua. El parque  más parecía hecho para duendes que para seres humanos. La fuente estaba llena de monedas enmohecidas y de hojas secas, los adoquines del piso, manchados por estiércol de palomas.

—¿Qué horas tiene, amigo? –oyó Dextre que preguntaban. Pero no era a él que le hacían la pregunta, sino a un joven de lentes, de estatura mediana, trigueño y con una cara que no expresaba nada. O que tal vez no quería expresar nada. Este contestó fríamente:
—Ocho y media.
—Gracias amigo —dijo el señor que había  formulado la pregunta, una de esas personas que dan la impresión de ser trabajadoras y siempre dispuestas a servir al prójimo, pero que si los miras a los ojos solo puedes ver a un sádico más, o sea a un ser humano más. Al menos eso pensó Dextre. “Ocho y media, mejor me apuro, todavía falta mucho por recorrer”.

La luna llena le recordaba las historias de hombres lobo, personas normales que sufrían una horrible transformación cuando la luna llena aparecía. Él no creía en eso, sabía que eran solo leyendas, pero por alguna razón no podía evitar estremecerse cuando aparecían noches como aquellas. Poco a poco las calles se habían que dado vacías y sus pasos retumbaban en las fachadas, inundaban el universo de la monotonía callada.

Dextre sentía que un enorme peso caía sobre su espalda a semejanza de una enorme ola o un muro que se viene abajo, pero él se negaba a voltear la cabeza, aunque sabía que alguien venia tras él. Y esa persona le estaba provocando temores que él nunca había sentido.

—Debe ser un ladrón —susurró para sí mismo lleno de pánico. Era el fin, pensaba. Aunque si era un ladrón, ¿por qué no lo atacaba ya?, no parecía que hubiera más gente cerca. Este pensamiento le trajo cierta esperanza y alivio. Motivado por esto se detuvo y volteó la cabeza. Fue cuando descubrió su aparente cobardía. Cerca de él una mujer bajita pero de cuerpo de sirena, escultural, lo seguía. Era bastante pálida, pelo oscuro, labios rojos como el carmesí y ojos tan negros como la noche que le miraban coquetos. Se abrazaba a sí misma, pues la chumpa negra que andaba no le protegía lo suficiente del creciente frio que acompañaba la ciudad envuelta en un velo de misteriosa oscuridad.
Dextre sonrió maliciosamente. Era un estúpido. Le había tenido miedo a una bella mujer que incluso le coqueteaba. Se decidió a cortejarla, desaceleró sus pasos a manera de esperarla, y cuando estuvieron cerca la saludó. Ella contestó con una sonrisa de labios, con esos voluptuosos labios con forma de corazón, pero no dijo nada. Dextre continuó hablándole, y ella continuaba sin responder, solo asentía con su cabeza mostrando interés en sus ojos y a veces continuaba con esa enigmática sonrisa. Dextre se dijo que o era muda o él había malinterpretado las cosas.

Se alejó silenciosamente, y cuando volvía a preocuparse porque ya era tarde  escuchó un grito de una voz femenina a sus espaldas. Se volteó, y era aquella misma mujer que, sin quitar su sonrisa que ya desesperaba a Dextre, se encontraba tirada en la acera. “Seguramente se resbaló”, pensó mientras la ayudaba a levantarse. Ella se aferró a él y lo besó apasionadamente, con unas ganas inmensas, con una pasión incalculable. Cuando Dextre se pudo soltar aquella mujer ella seguía con su maldita sonrisa. Era algo inquietante, como si todo esto le divirtiera. Se quedaron viendo frente a frente, y a él se le hizo conocida de alguna parte o de algún tiempo remoto, y le dieron ganas de besarla. Lo hizo, y la mujer le correspondió y más aún se asió de él con la fuerza de muchos hombres y decididamente lo arrastró hacia un callejón oscuro y solitario. Fue entonces cuando le clavó los dientes de vampiresa en su cuello. De nada sirvieron los gritos angustiosos y desesperados de Dextre. Después de eso, la dama diabólica lo obligó a que viera la mandíbula ensangrentada con su propio líquido vital y le regaló de nuevo aquella sonrisa siniestra, sombría. Ya para ese momento su bello rostro se había transformado en un horripilante pellejo arrugado de demonio. El aterrorizado Dextre no pudo hacer nada cuando le volvió a clavar los colmillos, ahora en su hombro.

Nunca llegaría a saber quién o qué era su asesina.

A lo lejos se escucho el aullido de un animal, probablemente un can.


Fernando Betanco


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