sábado, 8 de noviembre de 2014

La casa


La planicie era árida. Kilómetros y kilómetros de reseco pasto. Nuestro auto se había quedado sin combustible en medio de la nada. Ese no era el plan que tenía para mi luna de miel. Mi esposo, Adrián, insistió en que hiciéramos este alocado viaje, pero olvido llenar el tanque de combustible.

 A lo lejos observamos una pequeña casa, a la que decidimos visitar.
—Tal vez el dueño tenga combustible o por lo menos una manera de comunicarse con un servicio de grúas. Ya que nuestros celulares no tienen señal —dijo mi amado.
Pronto llegamos a la vivienda. Inmediatamente nuestras esperanzas se diluyeron, pues estaba deshabitada y casi en ruinas.
Entramos en ella por curiosidad y pensado que quizás podría servirnos de refugio para pasar la noche. El lugar estaba infestado de cucarachas, lagartijas, ratas…, pero no había otra opción.
Volvimos al auto y trajimos colchas y comestibles. Ya que Adrián estaba distraído en su móvil me dispuse a explorar la casa. Escondida entre los ladrillos de una pared encontré un librito muy deteriorado, comencé a leerlo. Inmediatamente me di cuenta de que era un diario. Al azar encontré una página que tenía el siguiente texto:
En cuanto él se vaya haré mis maletas y me marcharé de este lugar, para siempre. Ese hombre ya no es mi esposo, es un demonio, espero estar a tiempo de salvar mi vida… lo que vi ayer fue horrible… eso no es de este mundo.
Me pareció que la mujer en cuestión necesitaba con urgencia visitar al psiquiatra. Pero por lo visto la residencia había sido abandonada hacía mucho tiempo y los dueños no se habían molestado en llevarse los muebles...
Continué hojeando el diario hasta que me encontré un par de fotos, Una mujer muy hermosa sonreía, seguro era la dueña del diario. Pero lo que me hizo estremecer fue la foto del cónyuge. Era en blanco y negro; pero no podía equivocarme. Era Adrián, no podía ser un antepasado suyo porque nadie más podía tener esa cicatriz en su frente, ese lunar debajo de su ojo izquierdo… me paralizo el miedo.
Un ruido hizo que me volteara, frente a mí estaba Adrián, que me miraba atentamente, sus ojos tenían un brillo extraño…
—Amor, ¿Qué te parece si compramos este lugar y pasamos la luna de miel aquí?

Fernando Betanco

martes, 15 de julio de 2014

El funeral



Como si fuera una película, la gente caminaba despacio, todos vestidos de negro, aquejumbrados, llorosos en su mayoría, hablando bajito. El cielo cubierto de nubes tristes, grises, una leve brisa caía mojando las estatuas de santos, los angelitos de piedra, las lapidas.

Yo los vi desde lejos, no pude evitar que el dolor creciera en mi pecho.
-¡Carlos! ¡Carlos! -gritaban las mujeres mayores.

-¡Carlos! ¡Carlos! - gritaba una señora trigueña, muy bajita, el malestar de su alma se podía ver desde lejos, revoloteaba a su alrededor, era un pájaro similar a un cuervo.

Me escondí por puro instinto, sabía que yo era el causante de todo esto. Aunque era inútil ocultarse, pues de nada me serviría esa maniobra.

Otras personas caminaban serenas, como si en realidad no pasara nada, algunos de ellos no sentían nada, otros en cambio poseían el más hondo de los pesares, miles de demonios bailaban sobre sus cabezas atormentándolos, hiriéndolos. Mientras otras personas que lloraban a lágrima tendida en realidad estaban huecas por dentro.

Pero en un momento y cuando ya todos estaban alrededor del ataúd, la señora trigueña no pudo más y se abalanzó sobre este y se quedó allí inmóvil. Después de un corto mensaje del pastor intentaron bajar el ataúd al fondo de la zanja. Pero la mujer seguía llorando y abrazaba firmemente aquella caja de madera. Varios hombres la tuvieron que apartar a base de ruegos y leves forcejeos. Al final comenzaron a echar las primeras paladas de tierra. En ese momento me sentí profundamente dolido, las personas rodeaban a la señora, trataban de consolarla.

-¡Carlos! ¡Carlos! - gritaba ella.

Cerré los ojos, mis lágrimas comenzaron a brotar, no sabía que podía hacer eso. 
Aunque mi camino se veía incierto, en ese momento no me sentí tan perdido.

-¡Carlos! ¡Carlos!

Abrí los ojos, empañados por mi llanto, iba a acercarme un poco más; pero no pude. Era el momento de irme. Empecé a ver todo borroso.

-¡Carlos! ¡Carlos! - continuaba gritando la señora.

Y desaparecí. Esa fue la última vez que escuche a mi madre decir mi nombre.


 Fernando Betanco

miércoles, 19 de febrero de 2014

Nunca más...


Nunca más veré tu rostro,
nunca más sabré de tus locuras.

Me dirás que no te quería,
me dirás que nunca te tuve en el corazón,
sólo diré que de mi corazón nunca te fuiste.

Cómo deseo haber estado más tiempo contigo,
es la excusa de siempre,
ahora que tus ojos se han cerrado para siempre,
es fácil sentirse culpable...

Nunca te olvide realmente...
pero ya nunca más te veré...

¿Cuándo fue tu última sonrisa?, y
¿cuándo fue la última vez que
escuchaste mi nombre?

Solo sé que tu sangre baño el piso
violentamente, y que tus
años ya no crecerán, nunca más.

Dedicado a  A. A. A. V. (Q.D.D.G)

Fernando Betanco

domingo, 2 de febrero de 2014

Sexo en la playa



La playa fue testigo de sus besos, de las manos desesperadas queriendo abarcar  el cuerpo del otro, del sudor, de los gemidos de placer. Las gotas de agua en la piel de los amantes brillaban como si fueran diamantes cubriendo a dos ángeles. Tomaron sus cuerpos violentamente, se hicieron uno, mordiéndose los labios, la carne, arañándose como si quisieran dejar marcas de propiedad, como si quisieran marcar territorio. Después se calmo el ardor de sus caderas pero no por eso menguo la pasión, cada movimiento si bien es cierto ya no tenía la violencia de antes, mantenía las ganas y las exhalaciones que presagiaban que pronto explotaría y temblaría su mundo.
Ella estaba encima de él cuando todo acabo, los escalofríos fueron lo más delicioso que habían experimentado en sus vidas. Pero estaban seguros que este era el inicio de una nueva era de felicidad. Habían huido y se sentían seguros, confiados que el mañana todo seguiría igual. Los cuerpos perfectos dormían ahora bajo el radiante sol que les quemaba la piel.
Era un día hermoso, una mañana hermosa, todo parecía exhalar felicidad, el cielo azul, las tranquilas olas del mar…todo parecía felicidad…
El hombre gordo salió de entre los arbustos, ridículamente vestido con traje y corbata, su rostro pálido estaba ahora enrojecido por la furia, no supo cómo ni por qué se contuvo y no salió antes, en sus manos llevaba una escopeta.  Pensó en el hermoso rostro de la mujer que ya nunca más sonreiría, pensó en sus firmes pechos que ya nunca volvería a tocar. Suspiro hondo, escupió en la arena, lo dudo una centésima de segundo, pero se decidió y casi sin saberlo les disparo en la cabeza. Dos disparos a cada uno tan rápido que ni siquiera pudieron reaccionar.
Luego se sentó en la blanca arena, observo el mar inmenso durante horas, sin poder pensar en nada. Ni siquiera lo hizo cuando se coloco la escopeta en la boca y apretó el gatillo.
 Fernando Betanco