Había salido de su trabajo hacía unas dos horas, en el
momento en que se dirigía a su apartamento eran las ocho y cuarto. La noche
estaba fresca y no le molestaba caminar. Lo que le incomodaba era que una larga
y oscura distancia le separaba del lugar donde tomaría el autobús.
Carlos Dextre avanzaba lentamente pero poniendo sumo cuidado
en las personas que salían de los callejones y de los negocios recién cerrados,
mirándolos con el rabillo del ojo. Casi todos ellos eran oficinistas,
estudiantes o vendedores ambulantes que
también se dirigían a sus casas. “Magnífico
Dextre —dijo para sí—, bien te dijo el vigilante que lo mejor era que te
fueras a casa temprano y que dejaras para otro día la búsqueda de tus libros de
hechicería y satanismo. Los podías haber comprado en otro momento” –se paró por
un segundo y se frotó la frente con la mano derecha, la izquierda la tenía
ocupada con una bolsa de plástico con varios libros dentro—. Estaba desesperado
por llegar a la estación de buses –“esta zona es peligrosa”–, aligeró el paso
dejando atrás a algunas personas, su cara demostraba inquietud y algo de
desesperación.
La ciudad era de esas construidas por los españoles en el
tiempo de la conquista de América. La parte que se conservaba (aunque ahora muy
reducida por diversos desastres naturales) tenía algo místico, las estatuas
manchadas, las callecitas empedradas y muy angostas, la iglesia que databa de
mucho tiempo atrás, barroca, con su reloj inservible por el paso del tiempo.
Los rostros de ángeles callados y sumisos que la adornaban proveían una nota de
tristeza, un aire de profunda melancolía. Enfrente de la catedral se encontraba
el parque. Por ahí paso Dextre y lo miró tan triste, tan vacío a pesar de la
presencia de algunos vagabundos dormitando en las bancas, cubriéndose con
periódicos a manera de cobijas. El alumbrado público solo dejaba ver claramente
pequeñas zonas, las demás cubiertas en la penumbra dejaban la sensación de que
allí se guardaba algún secreto oscuro de la Llorona o de la Segua. El parque más parecía hecho para duendes que para seres
humanos. La fuente estaba llena de monedas enmohecidas y de hojas secas, los
adoquines del piso, manchados por estiércol de palomas.
—¿Qué horas tiene, amigo? –oyó Dextre que preguntaban. Pero
no era a él que le hacían la pregunta, sino a un joven de lentes, de estatura
mediana, trigueño y con una cara que no expresaba nada. O que tal vez no quería
expresar nada. Este contestó fríamente:
—Ocho y media.
—Gracias amigo —dijo el señor que había formulado la pregunta, una de esas personas
que dan la impresión de ser trabajadoras y siempre dispuestas a servir al
prójimo, pero que si los miras a los ojos solo puedes ver a un sádico más, o
sea a un ser humano más. Al menos eso pensó Dextre. “Ocho y media, mejor me apuro,
todavía falta mucho por recorrer”.
La luna llena le recordaba las historias de hombres lobo,
personas normales que sufrían una horrible transformación cuando la luna llena
aparecía. Él no creía en eso, sabía que eran solo leyendas, pero por alguna razón
no podía evitar estremecerse cuando aparecían noches como aquellas. Poco a poco
las calles se habían que dado vacías y sus pasos retumbaban en las fachadas,
inundaban el universo de la monotonía callada.
Dextre sentía que un enorme peso caía sobre su espalda a
semejanza de una enorme ola o un muro que se viene abajo, pero él se negaba a
voltear la cabeza, aunque sabía que alguien venia tras él. Y esa persona le
estaba provocando temores que él nunca había sentido.
—Debe ser un ladrón —susurró para sí mismo lleno de pánico.
Era el fin, pensaba. Aunque si era un ladrón, ¿por qué no lo atacaba ya?, no
parecía que hubiera más gente cerca. Este pensamiento le trajo cierta esperanza
y alivio. Motivado por esto se detuvo y volteó la cabeza. Fue cuando descubrió
su aparente cobardía. Cerca de él una mujer bajita pero de cuerpo de sirena,
escultural, lo seguía. Era bastante pálida, pelo oscuro, labios rojos como el
carmesí y ojos tan negros como la noche que le miraban coquetos. Se abrazaba a
sí misma, pues la chumpa negra que andaba no le protegía lo suficiente del
creciente frio que acompañaba la ciudad envuelta en un velo de misteriosa
oscuridad.
Dextre sonrió maliciosamente. Era un estúpido. Le había
tenido miedo a una bella mujer que incluso le coqueteaba. Se decidió a
cortejarla, desaceleró sus pasos a manera de esperarla, y cuando estuvieron
cerca la saludó. Ella contestó con una sonrisa de labios, con esos voluptuosos
labios con forma de corazón, pero no dijo nada. Dextre continuó hablándole, y
ella continuaba sin responder, solo asentía con su cabeza mostrando interés en
sus ojos y a veces continuaba con esa enigmática sonrisa. Dextre se dijo que o
era muda o él había malinterpretado las cosas.
Se alejó silenciosamente, y cuando volvía a preocuparse
porque ya era tarde escuchó un grito de
una voz femenina a sus espaldas. Se volteó, y era aquella misma mujer que, sin
quitar su sonrisa que ya desesperaba a Dextre, se encontraba tirada en la
acera. “Seguramente se resbaló”, pensó mientras la ayudaba a levantarse. Ella
se aferró a él y lo besó apasionadamente, con unas ganas inmensas, con una
pasión incalculable. Cuando Dextre se pudo soltar aquella mujer ella seguía con
su maldita sonrisa. Era algo inquietante, como si todo esto le divirtiera. Se
quedaron viendo frente a frente, y a él se le hizo conocida de alguna parte o
de algún tiempo remoto, y le dieron ganas de besarla. Lo hizo, y la mujer le
correspondió y más aún se asió de él con la fuerza de muchos hombres y
decididamente lo arrastró hacia un callejón oscuro y solitario. Fue entonces
cuando le clavó los dientes de vampiresa en su cuello. De nada sirvieron los
gritos angustiosos y desesperados de Dextre. Después de eso, la dama diabólica
lo obligó a que viera la mandíbula ensangrentada con su propio líquido vital y
le regaló de nuevo aquella sonrisa siniestra, sombría. Ya para ese momento su
bello rostro se había transformado en un horripilante pellejo arrugado de
demonio. El aterrorizado Dextre no pudo hacer nada cuando le volvió a clavar
los colmillos, ahora en su hombro.
Nunca llegaría a saber quién o qué era su asesina.
A lo lejos se escucho el aullido de un animal, probablemente
un can.
Fernando Betanco
Este relato y otros los puedes leer también en Periódico Irreverentes en España
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